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Acción urgente

Los datos y la evidencia demuestran que, en las últimas 5 décadas, la economía se ha quintuplicado y la población mundial duplicado, provocando que el uso de los recursos naturales y la demanda energética se tripliquen, las emisiones de gases de efecto invernadero se dupliquen, la producción química, los residuos y la contaminación aumenten y la urbanización se acelere. Como consecuencia se observa la degradación y pérdida de la capacidad del planeta de sustentar toda forma de vida, proveer recursos y absorber desechos.


 

Hay una realidad innegable: los seres humanos dependemos del planeta tierra y sus recursos para sobrevivir, pero somos nosotros mismos quienes estamos destruyendo ese planeta y, por ende, nuestras propias posibilidades de desarrollo y bienestar. 

Los datos y la evidencia demuestran que, en las últimas 5 décadas, la economía se ha quintuplicado y la población mundial duplicado, provocando que el uso de los recursos naturales y la demanda energética se tripliquen, las emisiones de gases de efecto invernadero se dupliquen, la producción química, los residuos y la contaminación aumenten y la urbanización se acelere. Como consecuencia se observa la degradación y pérdida de la capacidad del planeta de sustentar toda forma de vida, proveer recursos y absorber desechos (PNUMA, 2021).  

Esta situación se vuelve aún más crítica al considerar que los desafíos ambientales también limitan la posibilidad de resolver otros problemas de desarrollo como la pobreza, el hambre, la desigualdad, e incluso la paz.

Muchos son los compromisos internacionales que se han asumido en aras de la sostenibilidad ambiental del desarrollo, pero el camino recorrido es aún muy poco e insuficiente. Por ejemplo, aún se está muy lejos de cumplir la meta establecida en el Acuerdo de París, de limitar el calentamiento global a menos de a los 2°C  respecto a los niveles preindustriales; por el contrario, la temperatura global continúa incrementando y se han intensificado los cambios en los patrones de precipitación, el decrecimiento de los glaciares, el aumento del nivel del mar y la ocurrencia de eventos climáticos extremos. Y ni qué decir de las cada vez menores posibilidades de cumplir con las metas y objetivos de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible y del resto de acuerdos multilaterales en materia ambiental.

Cambiar el rumbo de nuestro planeta parece una tarea titánica, por momentos incluso imposible, pero la inacción solo significaría que hemos renunciado a nuestro futuro y nuestra existencia. Cambiar nuestra realidad inicia con transformar la relación que como humanidad tenemos con la naturaleza. La búsqueda de crecimiento económico no debe ser el fin último de nuestra existencia y la naturaleza no puede ser la moneda de cambio para lograrlo. Nuestras aspiraciones deben ser transformar nuestro modelo de desarrollo hacia uno que equilibre y articule objetivos económicos, sociales y ambientales.

Pero esa transformación no será automática, ni espontánea, porque los deseos y las buenas intenciones no son suficientes para generar cambios. Esa transformación debe liderarse desde los Estados, que además de buena voluntad política, deberán aportar recursos financieros, planes y estrategias de corto plazo, mediano y largo plazo, que gestionen la participación de todos los actores de la sociedad para elegir y construir una visión integral de desarrollo que tome en cuenta el bienestar de las generaciones presentes y futuras.

El liderazgo estatal deberá concretarse en políticas públicas integrales que como mínimo contemplen los desafíos de: promover el diálogo y articulación interinstitucional que favorezcan a la eficacia de las medidas implementadas; crear y fortalecer los sistemas de información ambiental a nivel local, nacional y regional para una mejor toma de decisiones; regular los bienes y servicios ambientales y reconocer de los derechos humanos ambientales, como el derecho al agua; fortalecer las normativas, regulaciones y estándares ambientales vigentes; priorizar el apoyo a sectores estratégicos que pueden tener sendas de crecimiento bajas en carbono, que generen empleos y que promuevan la innovación tecnológica, como la agricultura y silvicultura, la industria de reciclaje y gestión de residuos, el transporte, la energía y la infraestructura resiliente; crear fondos de innovación que promuevan el intercambio de conocimientos y la transformación industrial verde con nuevas formas de producción, distribución, consumo y disposición de residuos; financiar iniciativas para la gestión de riesgos ambientales y prácticas de producción sostenibles verdes, por medio de la banca nacional y de desarrollo; y, por supuesto, fortalecer el rol de la política fiscal en la búsqueda de la sostenibilidad ambiental con más y mejores presupuestos para las entidades rectoras en materia ambiental, mayores inversiones en adaptación y resiliencia climática, adopción de criterios de sostenibilidad en las compras y contrataciones públicas, implementación de impuestos verdes, eliminación de privilegios fiscales para sectores con impactos ambientales negativos y de los subsidios a los combustibles fósiles.

La realidad nos dice que hoy, más que nunca, actuar para salvar a nuestro planeta, y por supuesto, salvarnos a nosotros mismos, es urgente e impostergable.

 

Lourdes Molina Escalante // Economista sénior / @lb_esc

Esta columna fue publicada originalmente en El Mundo, disponible aquí.