Contrasentido
Pero nuestros funcionarios fallan a la hora de materializar ese compromiso, lo que se demuestra en la forma en que gobiernan, en las leyes que aprueban y en las prácticas de transparencia y rendición de cuentas que adoptan.
Esta semana Transparencia Internacional publicó su más reciente edición del Índice de Percepción de la Corrupción (IPC), que clasifica 180 países y territorios según las percepciones sobre el nivel de corrupción en el sector público, empleando una escala de 0 (muy corrupto) a 100 (muy baja corrupción). Los resultados de la evaluación muestran que alrededor del mundo aún no se ha logrado erradicar este fenómeno y la necesidad que todos los países trabajen para lograrlo. El Salvador no es ajeno a estos desafíos, en esta edición del IPC, nuestro país nuevamente retrocedió y obtuvo una puntuación de 33, lo que le ubica por debajo del promedio mundial de 43 puntos y en la posición 116 de 180 en el ranking mundial.
Estos resultados evidencian que la corrupción es una de las amenazas más grandes para el desarrollo de las sociedades y la garantía de los derechos de las personas, porque no solo implica la pérdida de recursos monetarios, sino que limita las capacidades del Estado de generar bienestar para la población. Ningún país, ningún partido político, ningún gobierno está exenta de ello, pero la diferencia en los impactos que provoca depende de cómo cada país decide prevenirla y castigarla.
En El Salvador la existencia de este fenómeno es tan evidente que muchos de los funcionarios actuales han utilizado la lucha contra la corrupción como su bandera para campañas electorales y para desvincularse de generaciones anteriores de políticos. Pero nuestros funcionarios fallan a la hora de materializar ese compromiso, lo que se demuestra en la forma en que gobiernan, en las leyes que aprueban y en las prácticas de transparencia y rendición de cuentas que adoptan. Veamos un ejemplo.
Una parte importante nuestro presupuesto público se destina a la compra de bienes y contratación de servicios que las diferentes entidades estatales requieren para poder prestar bienes y servicios públicos a la ciudadanía o ejecutar las obras e inversiones públicas. Históricamente, las adquisiciones y contrataciones públicas han sido uno de los espacios vulnerables a prácticas corruptas. Por ello, en un contexto de lucha anticorrupción, lo deseable sería que se impulsaran reformas que nos permitieran consolidar un sistema de adquisiciones y contrataciones basado en los principios de eficiencia, transparencia y rendición de cuentas en la ejecución del gasto público. Pero insisto, ahí es donde fallan nuestros funcionarios.
Recientemente la Asamblea Legislativa aprobó la Ley de Compras Públicas (LCP), que sustituye a la Ley de Adquisiciones y Contrataciones de la Administración Pública (LACAP), en un proceso realizado de manera exprés, sin oportunidad para el análisis técnico y la participación ciudadana. La ley se aprobó bajo el argumento de modernizar el marco jurídico que regula las adquisiciones y contrataciones públicas, promover mayor transparencia y eliminar la burocracia. El discurso se escucha muy bonito, pero al revisar el texto aprobado las alarmas se encienden.
Las regulaciones establecidas en la LCP excluyen las compras que se realicen con contrapartidas nacionales a de convenios o tratados con otros Estados u organismos internacionales; las que se realicen en el marco de convenios entre instituciones estatales, o con aquellas entidades privadas cuyo control directo o indirecto sea de una entidad pública; o cuando un proyecto sea declarado estratégico de utilidad pública por el Consejo de Ministros, sin que la ley establezca los criterios y requisitos para establecer tal declaratoria. Además, la nueva ley permite que las instituciones puedan realizar contrataciones directas en casos de urgencia, la cual será determinada por cada entidad, lo cual podría representar una oportunidad para el abuso de las compras directas.
El debilitamiento de los controles sobre las adquisiciones y contrataciones públicas es un contrasentido en la lucha contra la corrupción, en especial cuando se considera que en los últimos años se ha observado prácticas sistemáticas de debilitamiento del acceso a la información pública, limitación al ejercicio de la libertad de prensa y destrucción de la independencia de poderes del Estado. Lamentablemente, parece que el compromiso anticorrupción se queda solo en el discurso; mientras tanto, muchos recursos públicos se siguen perdiendo y enriqueciendo a unos pocos, mientras que la mayoría de la población sigue sin poder cubrir sus necesidades básicas y ejercer plenamente sus derechos.
Lourdes Molina Escalante // Economista sénior / @lb_esc
Esta columna fue publicada originalmente en El Mundo, disponible aquí.