

Guatemala y las barreras para una reforma tributaria
El pasado 11 de agosto, el recién estrenado gobierno de Jimmy Morales entregó al Congreso de la República de Guatemala una iniciativa de ley con una reforma impositiva que ayudaría a incrementar la carga tributaria que, este año, cerrará representando el 10,1% del producto interno bruto, es decir, menos de la mitad del promedio de recaudación de América Latina y el Caribe (21,7% en 2014).
El 25 de agosto, ante las mínimas probabilidades de éxito y las críticas de diversos sectores sociales, el gobierno retiraba la reforma aduciendo la necesidad de incorporar a la discusión tributaria elementos que permitieran a la sociedad comprender el destino de los recursos adicionales, así como los mecanismos para garantizar mayor transparencia y cumplimiento de resultados. Así murió la reforma.
El fracaso de la iniciativa se vincula directamente a cuatro grandes problemas de fondo que atraviesan, con distinta intensidad, a buena parte de los países de la región. Se trata del tipo de impuestos que se intenta reformar, de la obtusa negativa de ciertas élites económicas a las reformas fiscales, de la estrategia de comunicación y de la carencia de una visión democrática del Estado.
Las reformas tributarias sobre impuestos al consumo tienen a su favor una recaudación relativamente rápida y, en ciertos momentos en que la sostenibilidad fiscal amerita un ajuste, una menor oposición de las élites económicas. Sin embargo, el significativo impacto que tienen sobre los ingresos disponibles de la mayoría de hogares, así como la ampliación de la regresividad del sistema impositivo y la oposición de sectores sociales, resultan factores evidentemente negativos. En tal sentido, la propuesta del gobierno de Morales, aunque no buscaba un aumento del impuesto al valor agregado (IVA), se sustentaba en un incremento al impuesto a la distribución de combustibles, en particular, el diésel (231% de aumento). Este carburante es el más utilizado para el transporte de personas y productos comerciales, con lo cual se esperaba un incremento generalizado de precios que de inmediato llamó a la oposición de diversos sectores sociales, incluido el gremio de comerciantes.
A la subida de este impuesto le acompañó el intento de hacer una reforma tímida sobre el impuesto sobre la renta, pero el mismo quedó opacado por la discusión mediática sobre los efectos económicos de aumentar el impuesto a los combustibles. Inclusive los limitados sectores sociales y académicos que comprenden la necesidad de más recursos para fortalecer al débil Estado guatemalteco, criticaron la presentación de una reforma fiscal a medias (solo tributaria), regresiva y carente de normas innovadoras para atacar la corrupción, mejorar la rendición de cuentas y estudiar a fondo los privilegios fiscales existentes en el país.
La segunda barrera del proyecto ha estribado en la deficiente estrategia de comunicación y de acción política. Los funcionarios gubernamentales se encontraban divididos. Mientras algunos sostenían la necesidad de una reforma, otros afirmaban que no se presentaría ninguna. Entre esos dimes y diretes, el gobierno no construyó una estrategia política para sumar aliados que presionaran la propuesta en el Congreso de la República. Entre ellos, podrían haberse encontrado los sectores sociales que han estado reclamando más recursos para seguridad, justicia, educación, y salud. Probablemente, el gobierno no lo hizo para evadir modificar la reforma y hacerla más progresiva. Asimismo, la escasa legitimidad del gobierno para referirse a la materia impositiva quedó evidenciada cuando, por medio de su Ministro de Economía, empujó, al inicio de su gestión, una serie de renovadas exenciones de impuestos a la industria maquilera, las zonas francas y los call centers.
En tercer término, el rancio eslogan utilizado históricamente por los ideólogos y los voceros de la élite económica más conservadora, según el cual primero hay que utilizar bien los recursos con los que ya se cuenta ante de hablar de más impuestos, fue empleado nuevamente en los medios de comunicación privados, con las consabidas desequilibradas notas de prensa, programas de televisión y radio, así como en columnas de opinión. Ahora se agregó el mensaje de que los funcionarios, todos corruptos, se roban todos los impuestos. Asimismo, han construido la idea de que en el país menos de 600 contribuyentes aportan dos terceras partes de la recaudación total. Los mitos y las mentiras repetidas constantemente, pueden terminar convirtiéndose en una verdad, por lo menos para una parte de la población que se ha identificado con este discurso aun cuando va en detrimento de sí misma.
Estos datos son fácilmente refutables. Por un lado, el número de contribuyentes que pagan algún impuesto, directo o indirecto, ronda los cuatro millones. En tanto, la corrupción que involucra al sector privado está firmemente documentada y se vincula a la venta de medicamentos al Estado, a la construcción de infraestructura pública, a la defraudación tributaria y al financiamiento espurio de partidos políticos. A ello se suma el lobby que han hecho en el Congreso y en otras instancias públicas para obtener privilegios fiscales. Finalmente, aún con la escasa capacidad del Estado para influir en la vida de las personas, hoy en día, la educación pública da cabida a más del 75% de los estudiantes del país y es el único soporte de la mayoría de personas ante una enfermedad. A pesar de ello, el mensaje según el cual lo público es intrinsecamente malo, ha sido el instrumento mejor utilizado por la élite económica para la privatización y minimización de los bienes y servicios brindados por el Estado. En esta ocasión, la gremial de empresarios ni siquiera necesitó mostrarse contraria a la reforma ya que un importante grupo ciudadanos les hizo el trabajo.
Finalmente, la cuarta barrera, es la inexistente visión de un Estado democrático, que se evidencia en la carencia de planes de gobierno, de cuadros técnicos y de capacidad política que permita integrar las exigencias ciudadanas y dar una respuesta contundente en lo fiscal. En el caso particular del gobierno de Morales, se suma su postura de centro-derecha, según la cual el gobierno debe actuar como el gerente de una empresa llamada Guatemala. En definitiva, es quien se encarga de atraer inversionistas, abrir nuevos mercados, proteger comercial y monopólicamente los productos de la élite económica y mantener algún grado de gobernabilidad que evite volver a la guerra. Este último problema revela las razones por las que se escoge reformar impuestos indirectos, y por las que resulta tan difícil lograr aglutinar fuerzas sociales alrededor de una propuesta fiscal. A esto se le añade el problema del ciudadano neoliberal (carente de la solidaridad y responsabilidad que requiere la vida democrática). Aún los gobiernos más progresistas, con una agenda más concreta y social, se enfrentan a una masa significativa de personas desconfiadas de lo público, individualistas y enajenadas por la idea de un mercado perfecto al que podrán acceder algún día.
Es dable reconocer que el problema fiscal en el mundo actual, entendido como la dificultad para reforzar la base material que permita a los Estados cumplir su rol frente a la sociedad, es político y no técnico. Por ello, hablar de reforma fiscal implica necesariamente contar con un nuevo acuerdo social, con renovadas garantías y obligaciones, que respondan a tres pilares cercanos al ciudadano. Primero, crecimiento económico sostenible e incluyente con mejoras en infraestructura económica y generación de empleo. Segundo, un piso mínimo de protección social que vaya universalizando la cobertura de lo público en salud, educación, asistencia y seguridad social. Tercero, una agenda para un Estado efectivo cumpliendo sus metas sociales y económicas, con probidad, transparencia y rendición de cuentas.
Sobre estos pilares podría construirse un acuerdo fiscal legítimo basado en la justicia. Un acuerdo que, en definitiva, convoque a las grandes mayorías en base a la necesidad de reivindicar lo público como instrumento y que sirva, a la vez, como base de sustencación para lograr su obligado espacio de poder. La política fiscal contemporánea ha sido diseñada por una élite económica que continúa reafirmando el criterio excluyente del Estado mínimo y el mercado máximo, mientras se asegura que el gobierno se ocupe en satisfacer sus particulares apetitos.