

La esperanza de una comunidad internacional en la 70° conmemoración de la Declaración Universal de Derechos Humanos
El 10 de diciembre de 1948 fue aprobada la Declaración Universal de Derechos Humanos. Al momento de su vigencia, la Organización de las Naciones Unidas apenas abría los ojos y el derecho internacional era suelo fértil que comenzaba su proliferación más oportuna. Luego del declive humanitario que fue la segunda guerra mundial, la humanidad logró años más tarde la consolidación de una nueva era de regímenes [pseudo] democráticos. Inclusive, se vislumbraron las primeras áreas de integración política y económica hasta entonces impensables. La globalización acercó a los países a dinámicas complejas, generalmente áridas, mientras los conflictos internacionales cedían a mediaciones políticas que al menos posibilitaban la negociación. El impulso de la recién formada comunidad internacional marcó agendas progresistas de desarrollo social, ambiental, político, económico y cultural, y aunque poco se ha avanzó en concreto, nació sin duda un horizonte y una plataforma política común hacia dónde y con la cual caminar. La travesía apenas comenzaba y se visionó con esperanza utópica la posibilidad de un mejor mañana; pero nada garantizaba todavía alcanzar la meta.
Setenta años después de la aprobación de la Declaración, su conmemoración se enmarca en el preludio de la crisis civilizatoria potencialmente más grande nunca antes producida por la humanidad, la crisis climática. A diferencia de otras crisis, en esta convergen las desigualdades y disputas de poder severamente enraizadas en nuestro modelo civilizatorio: aquellas de género, de clase, étnicas, entre economías centrales y periféricas, entre el progreso y la naturaleza. Pero la gravedad y los requerimientos de cambios políticos que esta crisis demanda son difícilmente percibidos en su totalidad. Cada país pelea día a día por su utopía y Centroamérica no es la excepción. Como despertando de un largo letargo, una nueva clase ciudadana hace hoy eco a demandas históricas contra la corrupción y a favor del derecho a la salud, educación, a la no violencia, a la justicia, al territorio. No obstante, algo en nuestras luchas falta todavía por comprenderse.
La Declaración Universal de Derechos Humanos respondía a la búsqueda de principios supremos de la dignidad y la virtud humana, al deseo de vivir sin privaciones ni opresión, a experimentar la posibilidad de una vida completa y en armonía, no solo desde nuestros espacios próximos (lo individual, lo local o el Estado-Nación) sino desde una renovada visión de la entonces concebible idea de «un mundo donde todos los mundos sean posibles». Fue pues la primera apuesta por la solidaridad, la fraternidad y solidaridad global. Con el tiempo, el conocimiento de los Pueblos y la ciencia misma nos llevó a comprender que la coexistencia sustentable con todos los sistemas de vida era además un requisito sine qua non para la garantía de los derechos e inclusive, para posibilitar la vida. En síntesis, la Declaración nos llamaba a buscar un nuevo lugar ético donde podríamos nacer, crecer, amarnos y morir como civilización en la celebración de la vida y todas sus formas; en el diálogo, en la paz y desde el encuentro real con la diferencia. Sin el recorrer hacia esa nueva ética, el impulso de innumerables agendas y declaraciones encuentran (y encontrarán) la intransigencia de viejas visiones nacionalistas, antropogénicas-economicistas y/o sectoriales, que en el peor de los casos permiten la emergencia de persistentes formas de autoritarismos coloniales.
Es evidente que la crisis climática, como crisis civilizatoria, no podrá ser resuelta sin el avance hacia un nuevo lugar ético. Hoy es momento de reflexionar sobre cómo esta necesidad puede transformarse en nuevas opciones de organización política dentro de los Estados, liderazgos y/o representantes, en las formas de negociación dentro de la sociedad, y en transformaciones hacia lo profundo de cada persona. Todo cambio será además profundamente violento, no en cuanto a interacciones explícitas entre personas, sino por el irrenunciable paso que será el rendir nuestros privilegios para desmontar las formas en las que hemos aprendido a existir en codependencia con la opresión y la auto-destrucción inconsciente. En plena era democrática, y en el marco de convivencias pacíficas, serán los sistemas fiscales unas de las herramientas más importantes para realizar pacíficamente una transformación progresiva de privilegios y del poder. Fundamentados desde principios de sustentabilidad, solidaridad, equidad e igualdad, estos sistemas serán claves para avanzar hacia esa visión que un día alguien comentó: ese mundo donde lo opuesto a la pobreza no sea la riqueza, sino la justicia.