

Falso optimismo
Centrarse exclusivamente en el PIB y las ganancias económicas para medir el desarrollo ignora los efectos negativos del crecimiento económico en la sociedad, como el cambio climático y la profundización de la desigualdad.
Abunda el optimismo sobre las proyecciones de crecimiento para el 2021. Sin embargo, el optimismo por el crecimiento económico de los países, no entiende las grandes dificultades que implica salir adelante en la pandemia para las personas, la desigualdad ni la sostenibilidad de los medios de vida y la naturaleza. Es así que se cae en una argumentación simplista, donde el crecimiento rápido, medido por el producto interno bruto (PIB), se considera una marca de éxito en sí mismo, más que un medio para un fin, sin importar cómo se compartan los frutos de ese crecimiento.
En abril y mayo, respectivamente, se anunciaron las actualizaciones de las proyecciones de crecimiento para el 2021. En El Salvador, se espera alcanzar una tasa de crecimiento entre 5 y 6%, y entre el rango de 4 y 5% en el caso de Guatemala. No tardaron los funcionarios, los miembros de la élite tradicional y analistas espurios en alegrarse y darse espaldarazos entre sí. Cómo si eso solucionara los problemas estructurales y los desafíos que plantean los nuevos tiempos para tener Estados modernos que garantizan la integridad de su gente. En el status quo impera el crecimiento del PIB, y si hay que sacrificar algo para que se mueva, ya sea aire y agua limpia, servicios públicos o igualdad de oportunidades, la salud de la población a media pandemia, que así sea. Y si tenemos un crecimiento constante, ¡enhorabuena! Significa que todo está bien.
Se dice que la medición del PIB es resultado de la guerra. Pues, el concepto de PIB que hoy conocemos, fue introducido por John Maynard Keynes en 1940. Como trabajador del Tesoro del Reino Unido, Keynes buscaba capturar lo que la economía británica podría producir con los recursos disponibles en ese entonces; y, así, podría saber también cuál era la capacidad de dicho país en la movilización y el conflicto, en plena Guerra Mundial.
Sin embargo, hoy nos referimos al PIB como la medida agregada del valor de los bienes y servicios producidos en una economía durante un período de tiempo determinado. Lo exitoso del PIB para insertarse a la narrativa común es que es una sola cifra, que aplasta toda la actividad humana en un par de dígitos, cual avestruz en jaula de canario. Pero tal como en la metáfora del ave desafortunada, dicha compilación también es una debilidad. ¿Cómo puede compactarse de tal forma todo lo que hacemos los seres humanos? ¿Cómo se puede combinar nuestra actividad con algo tan complejo y controvertido como nuestro bienestar?
Desde la prehistoria hasta la modernidad, deducimos que, en efecto, el crecimiento económico ha elevado el nivel de vida de las personas en todo el mundo. Sin embargo, actualmente, se ha perdido de vista el hecho de que el PIB, la métrica estándar de crecimiento económico, simplemente mide el tamaño de la economía de una nación y no refleja el bienestar de la misma.
Durante aproximadamente siete décadas, los responsables de la formulación de políticas se han basado en el PIB, como una unidad que lo abarca todo en términos del desarrollo de una nación, combinando su prosperidad económica y bienestar social. Esta lógica supone que: 1) el crecimiento económico es la medida estándar internacional del desarrollo; y 2) cuanto más se produzca, mejor será la calidad de vida.
Como resultado, las políticas en pro del crecimiento económico se consideran beneficiosas para la sociedad. Los países que crecen vigorosamente son celebrados y se percibe que su población ahora disfruta de una vida mejor. Pero, ¿en realidad el crecimiento implica menos personas en pobreza o al menos mejoras significativas en la productividad del país? La relación entre crecimiento y bienestar no es así de simple, no se da ni en efecto catarata ni gracias a la mano invisible.
Centrarse exclusivamente en el PIB y las ganancias económicas para medir el desarrollo ignora los efectos negativos del crecimiento económico en la sociedad, como el cambio climático y la profundización de la desigualdad. Tal es el caso de Guatemala, uno de los países de Latinoamérica cuyo crecimiento económico se contrajo en menor medida durante el 2020, pero que aumentó considerablemente su nivel de inseguridad alimentaria y donde abunda la incertidumbre y frustración en el acceso a vacunas contra la covid-19.
Asimismo, lo que tampoco dice el ritmo de crecimiento de Guatemala y El Salvador, es todo el sudor y las lágrimas de los migrantes que no encontraron medios para sobresalir en su propio país.
Es evidente que el PIB es la forma en que actualmente se clasifica a los países y se juzga su desempeño económico. Además, este famoso numerito determina cuánto podemos pedir prestado y a qué tasa. Pero el PIB ha superado su fecha de caducidad. Es hora de reconocer las limitaciones del PIB, que la jaula de canario es insuficiente para encerrar al avestruz. Es necesario ampliar nuestro análisis sobre el desarrollo, basando las decisiones importantes también en la calidad de vida de una sociedad. En otras palabras, hay que preocuparnos menos por el valor del PIB y más por el bienestar de las personas. Las decisiones de política económica no pueden hacer otra cosa más que tener a la gente en el centro.
Michelle Molina // Economista investigadora / @michellem_mm
Esta columna fue publicada originalmente en Gato Encerrado, disponible aquí.