

La culpa es de los derechos humanos
En sociedades profundamente pobres, gobernadas al amparo de instituciones disfuncionales, el término «derechos humanos» es comúnmente motivo de debate y polémica. Algo similar a lo que sucede con el fútbol y la religión, pues, como reza el dicho, son temas de los que no se debe hablar. Para esto último podré bien estar de acuerdo, pues caben en la esfera de lo individual. Pero no cuando se trata de derechos humanos.
Cuando la violencia, la corrupción y la impunidad gobiernan, pareciera ser que son los criminales quienes realmente gozan de derechos humanos. Cualquiera que haya sido víctima de la violencia cotidiana ha visto cómo muchas veces —a falta capacidades institucionales o debido a sobornos— el malhechor termina siendo absuelto e incluso resarcido. O también cómo altos funcionarios salen por la puerta grande de la impunidad ante hechos concretos de corrupción. Con todo ello, la falacia de «todo es culpa de los derechos humanos» se profundiza cada vez más en el imaginario colectivo.
Es por todo lo anterior, que vale la pena hoy, que se celebra el Día de los Derechos Humanos, recordar que los derechos humanos nacen como respuesta al sufrimiento que millones de personas han padecido a lo largo de la historia: barbarie, esclavitud, guerras, holocaustos, abusos, violaciones, discriminación y un largo etcétera. El origen de los derechos humanos data de hace varios siglos atrás. Ha ido perfeccionándose a lo largo de la historia, desde sus versiones más incipientes y complementarias, como la Carta Magna de 1215, la Petición de Derechos de 1628, el Habeas Corpus de 1679, la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1798, la Convención de la Esclavitud de 1927 (…) hasta formalizarse tras la Segunda Guerra Mundial en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, firmada y ratificada hace ya 71 años.
Los derechos humanos son el fundamento legal que, plasmado en distintos cuerpos legales, sientan las bases para una vida digna y justa. Son universales e inalienables, lo que implica que todos y todas, en cualquier parte del mundo, tenemos acceso a ellos, sin que nadie pueda arrebatarlos. Son indivisibles, pues todos pertenecen a la persona, y ningún derecho es superior a otro. Son interdependientes y se interrelacionan entre sí debido a que el goce o cumplimiento de un derecho potencia el logro de otro.
Los derechos humanos son esenciales para el crecimiento y desarrollo de cualquier sociedad, pues promueven la educación, vivienda, salud, alimentación, libertad, seguridad, igualdad ante la ley, no discriminación, participación, elegir y ser electo, trabajo, remuneración digna, descanso, protección social, autoidentificación, identidad y un largo etcétera. Por lo tanto, no deben ser estigmatizados ante casos de sistemas de justicia fallidos y disfuncionales. Más bien deben ser la base que impulsen el legitimo reclamo por mejores condiciones de vida, con justicia y libertad para todos y todas. Como dijera el buen Burke «el pueblo no renuncia nunca a sus libertades sino bajo el engaño de una ilusión».
Construir en Centroamérica Estados que garanticen los derechos humanos, pasa por transformar la política fiscal, pues esta constituye el rostro concreto del contrato social y como política pública, debe basarse en los principios rectores de los derechos humanos. Esto significa contar con ingresos suficientes para garantizar todos los derechos de todas las personas, en todo momento y territorio, recolectados de manera equitativa (a igual ingreso, igual impuesto; a mayor ingreso, mayor impuesto). También requiere que el gasto público se ejecute buscando la universalidad, la calidad y la pertinencia, tomando en cuenta la opinión de la sociedad y rindiendo cuentas a esta sobre lo conseguido. Finalmente, una política fiscal con enfoque de derechos humanos debe cerrar las puertas a la corrupción, a los privilegios fiscales y a la retórica economicista (neoliberal) que convierte los derechos de todos en privilegios de quienes pueden «comprarlos» en el mercado.
Los derechos humanos no dependen de la contribución de las personas a la producción o al mercado, ni siquiera al bien común; los derechos dependen de intervenciones públicas que garantizan la igualdad de oportunidades para que cada individuo se desarrolle al máximo y logre hacer realidad su proyecto de vida.
Mark Peñate // Economista investigador