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(Otro) Mal momento para hablar de impuestos

En 2007, un prestigioso investigador danés me mostró las estimaciones de carga tributaria que su país tendría al llegar el 2040: 60% del PIB. En 2006, el pago de impuestos ya representaba el 50%.

En aquel entonces discutíamos sobre las diferencias y similitudes de ambas sub-regiones. Entre las semejanzas, ambas regiones se caracterizan por tener países pequeños en términos relativos a su población. Obviamente, entre las diferencias que saltan a la vista está el abordaje del crecimiento económico y el rol del Estado. Mientras las economías centroamericanas han tratado de compensar su pequeñez económica con una competitividad basada en la exportación de pocos productos agrícolas y la exoneración del pago de impuestos a ciertos sectores,  los escandinavos desarrollaron una estrategia de crecimiento basada en un régimen de bienestar social generoso. El modelo de crecimiento centroamericano, con una cada vez menos notoria excepción en Costa Rica, ha conllevado el sacrificio del bienestar de su población, mientras en los países escandinavos, el alto intervencionismo del Estado en aspectos económicos y sociales, ha permitido que la región crezca, diversifique su producción y esté entre los punteros del desarrollo humano.

El modelo escandinavo no es tan viejo como podría pensarse al observar sus resultados, pero su éxito se ha debido, en buena medida, a la democratización de las decisiones sobre el rol del Estado. En 1930 la carga tributaria de Dinamarca equivalía al 12% del PIB, mientras la guatemalteca rondaba el 6%. Saber quiénes ostentan el poder político, ayuda a comprender la rapidez de los cambios sociales. En Escandinavia las alianzas entre trabajadores urbanos y rurales con pequeños productores abrieron las posibilidades de cambios. La influencia de las clases bajas en el ascenso de la social democracia, adicionó compromisos de clase, asumidos por trabajadores y, en algunos casos, también por la burguesía.

En ese sentido, mientras los escandinavos pasaban de un período representado por Estados con leyes débiles y utilización de la filantropía a la extensión de los derechos humanos (1919-1950), Centroamérica consolidaba el reino de las oligarquías con un brevísimo período de democracia y reforma social (1940-1950). En las siguientes dos décadas, Escandinavia transitó por la Edad de Oro del bienestar, mientras en Centroamérica imperaban los dictadores, el anticomunismo y los conflictos armados que trajo la Guerra Fría. En plena crisis económica de los años ochenta, el modelo escandinavo reafirmó su carácter cooperador, mientras Centroamérica se abría comercialmente, se privatizaba lo público y aumentaba la informalidad en el trabajo. La élite agroindustrial se convirtió en una clase decisiva, que se hizo cargo del sector financiero y de nuevos sectores económicos.

En la historia de Centroamérica nunca hubo una división entre la élite terrateniente y la burguesía industrial, por lo que no fue posible pasar de relaciones feudales a nuevos vínculos modernizantes en lo económico y en lo político. La época de dictaduras militares y guerras civiles se acabó para dar paso a democracias que han tenido que subsistir atendiendo las ideas neoliberales que han recortado más las posibilidades de acción e impacto de lo público.

Si no se rompe con el pasado, es imposible avanzar. Al escuchar nuevamente la idea de que «no es momento para hablar de impuestos», lo que observamos es ese discurso añejo y utilizado por quienes han estado acostumbrados a poner lo público a su exclusivo servicio. Esa frase ha impedido a Guatemala, y a Centroamérica, encontrar equilibrios entre el apetito del mercado y las obligaciones de la vida en sociedad. Esa expresión, que apuesta por la continuación de la discriminación, la desigualdad y la pobreza, es hoy en día un enunciado que va en contra de una ciudadanía que ha exigido desde abril un Estado al servicio de todos y no de una camarilla, empresarial, política o sindical.

Haciendo simples números, mientras Guatemala no alcance una recaudación tributaria de entre  18 y 20% del PIB es imposible pensar en bienestar, desarrollo, competitividad o democracia. Por supuesto, esos recursos deben servir también para mejorar la gestión pública y elevar la cobertura y calidad de los bienes y servicios que ofrece el Estado. En pleno siglo XXI, las acciones para transformar el Estado (un pacto social, político y económico) deben construirse desde una ciudadanía que, como parte de la protesta, exija la discusión colectiva  de una agenda fiscal para el mediano plazo: nuevas aspiraciones, nuevas metas y nuevas responsabilidades para todos, pero con equidad: quien tiene más tiene que aportar más  y a igual ingreso, igual impuesto.

Una versión de esta columna de opinión se publicó originalmente el  26 de noviembre de 2015 en Revista Contrapoder de Guatemala