

Tenemos que despertar
He pasado los últimos tres años y medio de mi vida entre Guatemala y El Salvador. Gracias a mi trabajo he conocido Guatemala más allá de los destinos turísticos y las burbujas de su capital. Por mi experiencia en este poco tiempo puedo decir que Guate duele, entristece y parte el corazón, al igual que El Salvador y a veces, incluso mucho más. El 60% de la población guatemalteca vive en situación de pobreza; a nivel nacional, 46.5% de las niñas y niños menores de 5 años sufren desnutrición crónica, en algunos departamentos, este indicador alcanza el 70%. Además, hay 4 millones de niñas, niños y adolescentes fuera de la escuela; el sistema de salud solo tiene capacidad para atender a la población de 1970. En Guate el Estado excluye, discrimina y también mata. A todo esto, se le suma el cáncer de la corrupción, que como en El Salvador no sabe de colores o ideologías.
Pero una de las cosas que más valoro de mi experiencia en Guate, es la oportunidad de aprender la importancia de la participación ciudadana en la construcción de la democracia. Durante 2015 estaba en Guatemala cuando la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig) y el Ministerio Público (MP) develaron el escándalo de corrupción «La línea» que involucraba a una red de personas operando en lo privado y funcionarios, incluyendo a la Vicepresidenta y al Presidente de la República. Esto desencadenó manifestaciones pacíficas que alcanzaron su máxima expresión en el paro nacional del 27 de agosto. Ese día presencié una fiesta ciudadana: abuelas y abuelos, padres y madres, hijos e hijas; católicos, protestantes y no creyentes; trabajadores y empresarios; todas y todos exigiendo la renuncia del Presidente. Este año, nuevamente, la ciudadanía guatemalteca ha tenido que ejercer su derecho a manifestar, en contra de las torpes decisiones del Presidente Morales y de las descaradas e infames reformas realizadas por el Congreso de la República, que buscan allanar el camino a la corrupción y garantizar impunidad. En los días pasados, especialmente el día del 196 aniversario de la independencia, Guate vivió otra vez una fiesta ciudadana y en un acto pacífico de patriotismo hizo saber a sus diputados, a su presidente y a sus ministros, que quienes apoyen la corrupción y promuevan la impunidad ya no tienen cabida en Guatemala.
Esta vez no me tocó estar en Guate, qué lástima, tuve que seguir la protesta por redes sociales. Pero como en 2015, sentí envidia. Sentí envidia porque en El Salvador la corrupción y la impunidad también están enquistadas hasta la raíz. Añoré las historias de mi mami, de como ella, mis tías y mi abuelita en más de alguna ocasión salieron a protestar por las injusticias en el país. En nuestro país se privatizan servicios públicos; se señala de corrupción a exfuncionarios (presidentes, ministros, congresistas, alcaldes,…); en la Asamblea Legislativa, se reparten recursos del presupuesto público en asignaciones para oenegés y fundaciones de cartón y además, se realizan reformas que debilitan la persecución de cualquier acto de corrupción; funcionarios contratan, con o sin salario, a familiares en instituciones públicas, otorgándoles poder en la toma de decisiones. Todo eso pasa y parece ser que la ciudadanía no va más allá de una que otra publicación en redes sociales. Creo que hemos caído en el juego de la polarización de los partidos políticos, un juego tan cansado que hemos preferido caer en la apatía y dejar que nuestra voz ciudadana se apague.
Lo que pasa en Guatemala, me hace desear que en El Salvador despertemos y recordemos que la construcción de una democracia no solo es votar cada 3 o 5 años, también requiere de la protesta para recordarles a los funcionarios, a los partidos políticos y a sus financistas, que el poder reside en el pueblo. La democracia requiere contribuir a la propuesta y participar, porque mientras sigamos dormidos, los que están despiertos seguirán haciendo una fiesta privada de lo público.
Esta columna fue publicada originalmente en el El Mundo de El Salvador