
No podemos negar que la pobreza es uno de los grandes flagelos de nuestro país, los ingresos del 34.9% de las personas no les permiten cubrir el costo de la canasta básica; alrededor de 200,000 personas no tienen ni siquiera un empleo que les permita contar con ingresos para subsistir; a esto se suma una economía con una tasa de crecimiento inferior al 2% y una serie de recetas de políticas públicas que a la fecha no han sido capaces de potenciar el crecimiento económico y mucho menos combatir la pobreza y generar bienestar.
Haber escuchado las intervenciones de los diputados de los diferentes partidos que conforman la Comisión de Medio Ambiente y Cambio Climático, de la Asamblea Legislativa; o el desenvolvimiento de los diputados que asistieron a la plenaria de la semana pasada, era entrar en una dimensión desconocida en un país en el que alcanzar acuerdos de Estado parece una utopía.
El Salvador es un país insostenible, y en esta ocasión no me refiero a la polarización política o a los altos niveles de violencia e inseguridad; sino a un problema que aunque no acapara titulares también debería estar en la agenda de discusión. Hablo de la insostenibilidad ambiental.
Los meses han pasado, los días siguen corriendo y se continúa con una falsa calma. Hasta ahora los problemas fiscales han servido únicamente para atacar al adversario. Pero ha faltado la valentía y capacidad para dar un paso adelante y presentar cuál es el país que se quiere construir a partir de las medidas que pretenden implementar.
Imagine dos salvadoreños: un funcionario público con posición gerencial y un salario de USD 2,000 mensuales que vive en San Salvador; y, un agricultor de subsistencia con un ingreso de USD 140 mensuales que vive en Lislique –el municipio con el menor índice de desarrollo humano de El Salvador. Ambos pagan impuestos al consumir, por lo que ambos contribuyen para que el Estado atienda las necesidades de la población.
Esta semana se celebró por décima ocasión el día de la justicia social y me hubiese encantado escribir sobre cómo nuestro país ha construido una sociedad más justa, sobre cómo todas las personas (sin importar si son hombres o mujeres; niños, adultos o ancianos; o, habitantes de la zona urbana o rural), se han beneficiado del progreso económico y sobre cómo la garantía y cumplimiento de los derechos humanos han sido el norte hacia el cual se han encaminado nuestras políticas públicas. Lamentablemente no puedo hacerlo, la realidad es otra.
Recientemente se celebró por décima ocasión y a nivel mundial el día de la justicia social, momento para recordar que toda sociedad está llamada, por su propia cohesión y éxito, a distribuir entre todos sus miembros los frutos del progreso económico. Esto solo es posible si se garantiza la protección y cumplimiento de los derechos humanos: civiles, políticos, económicos, ambientales, culturales y sociales.